Mis ojos buscaban ávidos la ciudad desde las alturas. Los
dedos se agarraban al reposabrazos del asiento cada vez que el piloto hacía una
maniobra, pero esta vez no quería perderme la vista de la ciudad desde los
cielos. Quería disfrutarla con mi hija, sentada a mi lado, cuyos ojos brillaban
con ilusión. Por fin, vería cumplido su sueño de visitar la ciudad de la luz.
Descubrimos una pequeña ciudad con una iglesia preciosa, gótica.
Lamentáblemente no llegué a saber su nombre. Mi francés no llega para entender
lo que el piloto explicaba por los altavoces o quizá ni siquera estuviese hablando
de lo que teníamos bajo nuestros pies.
Nos recogieron en el aeropuerto Charles de Gaulle para
acercarnos al hotel que habíamos contratado. El camino discurrió intentando
localizar edificios conocidos, pero no fue hasta que estuvimos cerca del hotel
cuando empecé a reconocer algún lugar. Google Maps es un avance en esto del
turismo y mis ojos se deslizaban hacia las placas de las calles para reconocer
alguna de las que nos acercaba a nuestro destino. Después de circular a través
de un laberinto de calles y callejuelas llegamos, por fin.
Nos faltó tiempo para salir a tomar contacto con los
alrededores. Habíamos calculado los días que estaríamos y los abonos que oferta
la ciudad, así que aquella tarde decidimos comprar billetes sueltos para
desplazarnos en metro. Sin muchos problemas llegamos a la estación que habíamos
localizado como la más próxima a nuestro alojamiento, la estación de Cadet,
pero antes de bajar sus escalones una sonrisa se nos dibujó en el rostro al ver
un establecimiento de comida rápida conocido que archivamos en nuestra memoria
como posible salvador en caso de apuro culinario, y unos metros más lejos otro
local de marca conocida de cafés que decidimos visitar en futuras expediciones.
Como buenos turistas prevenidos descendimos las escaleras tomando nota de lo
que sucedía a nuestro alrededor, aunque fueran las siete de la tarde todavía.
Nos dirigimos a la máquina expendedora donde volvimos a comprobar los abonos de
transporte y estando allí una chica no mayor que mi hija se dirigió a nosotros
en inglés. Al comprobar que éramos españoles volvió la cara hacia un hombre que
luego presumimos sería su padre que, muy amablemente, se acercó y nos explicó
sus intenciones. Habían comprado un lote de abonos para el metro y se iban
aquella misma tarde con lo que no los necesitaban e iban a perderse. Como buena
turista desconfiada levanté una de mis cejas con gesto incrédulo al mismo
tiempo que el señor, mejicano para más señas, nos dijo que nos los regalaba,
que no quería nada, simplemente no
quería que se perdiesen. Nuestra cara de sorprendidos debía de ser un poema.
Con una sonrisa nos los entregó y se despidió alegremente mientras nos deseaba
buena estancia. Nos miramos todavía sin reaccionar ante la situación y
conseguimos exclamar un “gracias” antes de verles desaparecer por las escaleras
hacia la calle. Un punto a favor para la raza humana. Así que cogimos nuestros
billetes regalados y procedimos a pasarlos por la máquina para tal uso. Antes, en
la recepción del hotel, nos habían regalado un plano de París con su plano de
metro correspondiente y habíamos decidido coger la línea 7 en dirección Ivry-Villejuif
hasta Louvre y luego tomar la línea 1
dirección La Defence hasta acercarnos lo más posible al Arc de Triomphe. Como
había sucedido hacía 19 años en nuestro primer día en París y visitando el
mismo monumento, al salir del metro nos recibió una fina lluvia que, conforme
nuestros pasos nos acercaban a nuestro destino se hizo más insistente, hasta
tener que parar un par de veces a refugiarnos bajo los aleros de Les
Champs-Élysées. Apuntamos mentalmente no volver a salir sin paraguas por muy
buen día que pareciese hacer. Eso sí, tuvimos la oportunidad de comprobar el
gran número de tiendas que poblaban dicha arteria. Y después de alguna que otra
parada y de mirar insistentemente al cielo para ver si la lluvia decidía dejar
de saludarnos, llegamos al Arc de Triomphe.
Allí descubrimos lo que un turista
profesional puede llegar a hacer para conseguir un selfie. Decidiendo no
arriesgar nuestras vidas en el primer día de estancia preferimos hacer las
fotos al estilo tradicional sin poner en peligro nuestra integridad física y
llegamos hasta el andador que posibilita que un peatón llegue sin contratiempos
junto al monumento donde procedimos a hacer lo que todo turista hace cuando
llega allí, localizar su ciudad en el muro del arco.
Mientras cada uno nos
dedicábamos a buscar la mejor foto recorrimos los pies del monumento hasta
llegar a la llama que recuerda al soldado desconocido y que, posteriormente,
supe que se mantenía encendida siempre. La verdad es que ver a un soldado de
carne y hueso junto a ella armado hasta los dientes me causó cierto
desasosiego. Como ya se hacía tarde y todavía no habíamos siquiera deshecho las
maletas decidimos ahorrarnos las 286 escaleras y volver a los alrededores del
hotel a buscar dónde comer, aunque lo que nos dominaba era el cansancio y no el
hambre, así que volvimos a realizar el trayecto de forma inversa hasta salir
por las escaleras de la estación de Cadet donde nuestros ojos se detuvieron en
el conocido cartel de la cadena de comida rápida que sería aquella noche
nuestra salvación.
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